Una frase en un
banco
Miró la hora y
decidió quedarse un rato más en la cama, “haciendo fiaca”, disfrutando del
placer de la no madrugada del día no laboral. Dormitó un poco, soñó de a ratos
y pasados unos cuantos minutos decidió abandonar la cama. Se levantó sin
prisas, sin presiones. Disfrutó de una ducha caliente, sin apuros, sin reloj.
Preparó su
desayuno y decidió escuchar un poco de música mientras disfrutaba de sus mates
mañaneros junto a unas tostadas con manteca y mermelada de duraznos preparada
por las septuagenarias manos de su querida abuela.
Ritualmente ordenó
algo del desorden de su casa, acompañó la tarea con algunos sahumerios y el
sonido de su grupo favorito y, al terminar, decidió salir a caminar por la ciudad
tranquila y calmada de un domingo quieto. Se calzó sus zapatillas y su ropa
deportiva y salió a la calle con los primeros rayos del sol que llegaban hasta
ella entre tantos altos edificios.
Siempre le llamaba
la atención lo distinto que la ciudad se veía sin tanto alboroto, ni bullicio.
Toda esa calma le permitía descubrir encantos y lugares especiales a lo largo
de su trayecto. Por eso elegía ese día cada semana.
Recorridas algunas
calles, luego de casi media hora de caminata, llegó al verde parque que se encontraba
en el medio de la ciudad y se adentró en sus arboladas avenidas dejándose
llevar por la naturaleza que la rodeaba. Luego de unos minutos llegó hasta el
pequeño lago situado en el centro del parque y decidió descansar y sentarse en
un típico banco de madera, lleno de inscripciones y desgastado por el uso.
Curiosamente comenzó a recorrer y leer
las palabras que poblaban aquel viejo descanso, algunas profundamente grabadas,
otras casi a punto de desaparecer. La mayoría esculpidas en la dura madera y
algunas de ellas hechas con el típico
corrector blanco acaso un poco más débil y más rápidamente borradas por
el tiempo y el roce.
Comenzó a
imaginarse cómo serían los dueños de aquellas palabras, supuso que lo habría
escrito él para la mujer que le quitaba el aliento y despertaba su eterno y
vital amor. Les puso nombres: Juan y Ana, los imaginó jóvenes y alegres,
desprejuiciados, entre abrazos y besos,
con los dedos entrecruzados recorriendo las calles y terminando
indefectiblemente sentados en aquel banco. Él,
acariciando su pelo, ella, besando suavemente su rostro y sus manos. Los
pensó con mocasines de tacos gruesos y plataformas, pantalones elefante, minifalda,
cabellos largos, alegres.
Luego de unos
minutos, un pequeño perro con sus
ladridos la alejó abruptamente de sus pensamientos y la trajo de nuevo a su
realidad. Sin embargo, se sentía bien, feliz, sonriente, envuelta en una
agradable sensación difícil de describir pero fácil de disfrutar.
Se puso de pie,
acarició aquellas letras, sonrió nuevamente y regresó a su casa con el
convencimiento de que “Juan y Ana” habían sido felices toda una vida juntos, unidos por un hermoso sentimiento. Y que, ahora ancianos vivían en algún lugar no
muy lejano, rodeados de hijos y nietos frutos de su gran amor.
Ese
pensamiento la hizo sentir bien,
optimista, soñadora y le regaló una incomparable sensación por el resto de su
día.
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